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El cuidador

El cuidador

Ese era el día. A Julián no le gustaba trabajar, no por que fuera haragán; era una cuestión ideológica. No quería tener que vender su fuerza de trabajo porque eso era una imposición externa. O así se pensaba él. Llegó a la casa del viejo Carlo con los dos empleados del geriátrico. El viejo estaba mirando el tiempo pasar, sentado en el banco de su vereda.
-Hola- saludó Julián sonriendo.
-Buenas- respondió alegre el viejo (o eso pareció).
-Lo van a llevar al geriátrico, Don Carlo- dijo Julián manteniendo la sonrisa y el viejo asintió casi contento. Luego agregó -Se va a quedar solo, como usted quería- y el viejo volvió a asentir alegremente. -Ya está- les dijo a los empleados del geriátrico y le indicó con unas señas a Carlo que se tenía que ir con los empleados.
El viejo no se incorporó inmediatamente y se incómodo cuando trataron de ayudarlo a incorporarse. Finalmente lograron subirlo al vehículo y se fueron. Ya estaba hecho. Todo había salido bien. Lo único que le molestaba a Julián era que sus amigos pensaran que todo lo que él obtenía era por una suerte excesivamente complacente. Él se esforzaba, incluso más que sus amigos, pero sobre todo, él era brillante, perceptivo, sistemático, astuto, incluso oportunista (sin matiz peyorativo).
Había aprovechado cada minuto cuidando al viejo Carlo para conocerlo. Había prestado suma atención a cada uno de sus pequeños rituales cotidianos. Se le ocurrió la idea cuando vio que algunas tardes se sentaba en la vereda sin sus audifonos, totalmente abstraido. Decidió ponerlo en práctica cuando, después de mucha observación de campo, concluyó que podría predecir sus gestos: bastaba con hablarle sonriendo para que el viejo asintiera alegremente, aun sin entender ni una palabra de lo que se le decía.
Luego solo hizo falta insinuar, como al pasar, sutilmente, casi sin querer, lo huraño que se había vuelto el viejo Carlo últimamente.